Andalduque del Garito y Limoná era el terrateniente, hijo de Hidalgo (de los hijosdalgo que citó Quevedo "porque de algo debían ser hijos"), como tantas rurales hidalguías adquirida con las rentas de la lana de las ovejas y la leche de las cabras, dueño y amo de Villalquinta del Garito, situada en un lugar del cual no me quiero ni acordar por donde se vuelve. En su escudo que ornaba la entrada a su casoplón, figuraba un ejemplar de cada animal dicho, mirando a un zarzal sobre el que una corona de tres puntas bailaba; debajo, como un subrayado, una espada copiada del As de Fournier, completaba las armas del Señor de la aldea que un escribano chamarilero le pintó el día que pasó por allí a entregarle el título.
El pastor de sus cabras se llamaba Pantolos Díaz, vivía el alma cántaro en un chamizo junto al tenao del rebaño, sin saber ni cuántas cuidaba, "un montón" decía juntando los dedos negros, pues no sabía contar. Sus greñas sucias y las manos callosas de uñas duras y oscuras, pintaban la imagen delgada y cubierta por la ropa vieja y raída heredada de su difunto padre, una cuerda deshilachada sostenía los pantalones y un bastón hecho con el alambre que sobró de la traída de la luz a la aldea pero que no llegó hasta el tenao, componía su uniforme de los 365 días del año y de la noche, pues la herencia no dio ni para un pijama. Al alba ya abría el ojo, saltando de contento porque venían las ordeñadoras y, entre ellas, Velladora la Mellá. Las demás se reían al ver cómo al mozo le asomaba una baba meliflua al mirarla, sin acertar a soltar una sola palabra.