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viernes, 2 de abril de 2021

LEYENDA DEL PASTOR PANTOLOS DIAZ


Andalduque del Garito y Limoná era el terrateniente, hijo de Hidalgo (de los hijosdalgo que citó Quevedo "porque de algo debían ser hijos"), como tantas rurales hidalguías adquirida con las rentas de la lana de las ovejas y la leche de las cabras, dueño y amo de Villalquinta del Garito, situada en un lugar del cual no me quiero ni acordar por donde se vuelve. En su escudo que ornaba la entrada a su casoplón, figuraba un ejemplar de cada animal dicho, mirando a un zarzal sobre el que una corona de tres puntas bailaba; debajo, como un subrayado, una espada copiada del As de Fournier, completaba las armas del Señor de la aldea que un escribano chamarilero le pintó el día que pasó por allí a entregarle el título.

 

El pastor de sus cabras se llamaba Pantolos Díaz, vivía el alma cántaro en un chamizo junto al tenao del rebaño, sin saber ni cuántas cuidaba, "un montón" decía juntando los dedos negros, pues no sabía contar. Sus greñas sucias y las manos callosas de uñas duras y oscuras, pintaban la imagen delgada y cubierta por la ropa vieja y raída heredada de su difunto padre, una cuerda deshilachada sostenía los pantalones y un bastón hecho con el alambre que sobró de la traída de la luz a la aldea pero que no llegó hasta el tenao, componía su uniforme de los 365 días del año y de la noche, pues la herencia no dio ni para un pijama. Al alba ya abría el ojo, saltando de contento porque venían las ordeñadoras y, entre ellas, Velladora la Mellá. Las demás se reían al ver cómo al mozo le asomaba una baba meliflua al mirarla, sin acertar a soltar una sola palabra. Al final la moza se iba igual que había llegado, con las otras mujeres llevando las cántaras de leche con que harían los quesos, de los cuales uno a la semana recibía Pantolos y una hogaza cada día. Y en la festividad de don Andalduque, una jarrilla vino. De lo de la carne ya se encargaba él, con las trampas que en el campo atrapan un conejo, un palomo o una serpiente. 



 

Pantolos silbaba a los perros y sacaba las cabras, monte arriba monte abajo, entreteniéndose en buscar yerbas y setas con que nutrir la escasa dieta. De vez en cuando se cruzaba con Balidio, el pastor de las ovejas, con el que intercambiaba algún conejo por un poco de vino, que su compañero luego traficaba en la cabeza de partido, en una de esas tiendas modernas que llamaban de ultramarinos. Pero “aluegonoche” Pantolos, encerrados los animales y con el sopor del aguado tinto, tirado en el camastro, se le figuraba que la Velladora le esperaba en el chozo entretenida entre el fuego y la mesa, haciendo una sopa “pá cená” compuesta de agua del arroyo lo que más y algún trozo de conejo, si lo había, o de gurumelos del bosque cuando no pedazos de lo que fuera. 

 

- Nunca te casarás Pantolos ¿no lo ves? ¡pero mírate, hombre! -le decía Balidio- Si ni siquiera sabes decir su nombre Be-lla Do-ro-te-a... ¡que ya tuvieron guasa sus padres!

 

- Vaya mozo guapo que "sachao" tu hija de novio ¿eh? -se reían las compañeras de la madre. Velladora ni se inmutaba.


- Si mi padre, pastor del señor del Garito, se casó ¿por qué no habreme de casar yo? -decía Pantolos. "Cuando las ranas críen pelo", le respondía Balidio.

 

Y paso lo que tenía que pasar, una desgracia. Un día que se encontraba especialmente triste, Pantolos Díaz soñó despierto con Velladora la Mellá, algo tenía que hacer, no quería esperar más y corrió al camino por el que ella habría de pasar, dejando a las cabras solas en el monte al cuidado de los perros. Se apostó detrás de un árbol, cayado en mano, a esperar.

 

Al día siguiente las ordeñadoras no encontraron las cabras en su lugar ni a Pantolos Díaz esperando. Avisaron a don Andalduque que montó en su caballo y acudió con el primogénito al lugar, llamaron a Balidio y se llevaron a dos o tres zagales como ayuda, corriendo tras sus monturas por supuesto, hasta que por fin encontraron las cabras, triscando por su entender, sólo algo contenidas por los perros que siguieron haciendo su labor, pero de Pantolos ni rastro. Recogieron a los animales y a los pocos días, nombraron a otro pastor de cabras, dando por desaparecido al muchacho. Y todo volvió a la normalidad... 


¿Todo?, no. Velladora la Mellá, que jamás había dicho esta boca es mía, ni se dio jamás por enterada de cómo la miraba Pantolos, tampoco esta vez se pronunció, pero su madre según avanzaban los meses, la notó que se iba poniendo más rechoncha y el vestido ya no le cubría la barriga ni le guardaba los pechos. Ella, cada tarde tras la faena y el almuerzo, marchaba a pasear por la ribera del río y, sin que nadie la viera, se tumbaba a la sombra de un determinado chopo, tras los juncos que se movían agitados junto al agua. La tripa fue creciendo y su madre confirmó todas las sospechas cuando ya no pudo subir a ordeñar las cabras y dejó de ir a pasear por la tripa nada desdeñable que tenía, a su debido tiempo Velladora, parió un gurriato colorado y chillón, pero de tal volumen que la pobre entregó la vida ahí mismo.


Nunca nadie se dio cuenta de que en ese chopo colgaba algo único y singular: el bastón del pastor Pantolos Díaz, que asomaba de la corteza como si una mano lo sujetara desde dentro. Aún sigue allí, como se ve en la foto, y alguien dijo que el pobre muchacho concertó con la zagala verse cada tarde en tal sitio y lugar y como dejó de venir y él no quiso alejarse esperándola, se quedó apoyado y el árbol fue creciendo a su alrededor engulléndolo, quedando sólo a la vista el bastón.




@ 2021, by Santiago Navas Fernández

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