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viernes, 21 de febrero de 2020

Leyenda del viejo pescador.




El pescador, un día más, lanzaba su caña sin resultado ninguno, llevaba ya mucho sin pescar algo que realmente valiera la pena. Y no sabía por qué, pero no se desesperaba a sabiendas de que la constancia es la mitad de la victoria. Esa mañana, un hombre se asomó al otro lado, aunque no cruzaba de orilla, conocía a todo el que estaba enfrente, pero éste ni le sonaba. Iba bien vestido, como de rico que sale al campo a pasear y abandona la Corte por un rato.

- Pescador, cruza la orilla, aquí hay peces -le dijo sin mover los labios siquiera. Pero él ni se inmutó- ¡Pescador! ¿no me oyes? si cruzas a mi lado pescarás todos los días, mi reino es fértil en la tierra y generoso en el agua ¡Ven!




Pero continuó impertérrito, mirándolo de soslayo.

- Pescador, déjalo todo y ven, aquí encontrarás mujer joven y bella, e hijos fuertes y trabajadores que te obedecerán. Ellos pescarán por ti. Pescador, sólo te pediré que vigiles mis tierras, que difundas mi gloria y halagues mi nombre y que atraigas otros pescadores y agricultores a mí dominio. Ven, serás feliz.

Pero el viejo no hizo caso. El Caballero insistió. Y tantos argumentos dio que cada vez resultaba más difícil negarle. A un movimiento de su bastón, los peces saltaron por su orilla, gordos y hermosos, mientras al pescador no le entraban ni los alevines. El Caballero volvió a insistir y señaló hacia su carruaje, donde apostados esperaban tres siervos bien vestidos y estirados, dos asistentes y unas damas sonrientes.

- Ven, pescador.

- Señor, fácil me lo ponéis, y tan fácil es, que ahora comprendo a dónde fueron varios vecinos en años sucesivos. Vuestra oferta es generosa y atractiva. Pero mirad, mujer ya la tengo, que es de mi estilo: como yo, come cuando hay y las más las veces ayuna a mi lado, es una diosa por dentro y su corazón es de oro, pero del que no se puede vender. Mis hijos son fuertes, pues resisten el duro trabajo y el hambre con creces. Y los peces, a veces, son generosos y se me vienen a la caña, o cuando no, un conejo se me pone a mano, una tórtola o un gorrión -respondió el viejo.

"Yo nací en este lado del río y vos en ese -siguió tras una pausa-, así lo dispuso Dios y así tiene que ser. Vos no cruzáis ¿por qué he de hacerlo yo? Vos os lleváis a los que, incautos, creen en vuestra palabra, para convertirse en siervos, claro, que comerán caliente casi todos los días, pero tendrán que soportaros, mientras que yo, señor, vivo soportándome a mí y a Dios, que ya es, Él solo mi Señor. Con qué andad con este hueso a otro perro, que a mí no me veréis roer lo que al final me habéis de cobrar a precio de jamón".

Y el viejo siguió pescando y el Caballero siguió su camino.

Cuando regresó a su casa con la nasa vacía, le contó a su esposa lo que le había pasado. Ella no dijo nada, salió y mató un pollo, con él y varias verduras del huerto, hizo un rico guiso para cenar esa noche. El viejo no podía comprenderlo, pues sólo mataban un pollo en ocasiones muy especiales, pero confiaba totalmente en su mujer. Cuando acabaron de cenar, ella cogió las entrañas y las llevó a la cabaña de la vieja que vivía sola, junto con un tazón de caldo del guiso.

A partir del día siguiente, el pescador siempre encontró en su caña, una hermosa trucha a poco de comenzar a pescar. Y vivieron felices con lo justo, que quizá no sea lo más bello, pero para quien sabe apreciar lo que verdaderamente tiene valor, es suficiente.




@ by  Santiago Navas Fernández

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