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martes, 25 de febrero de 2020

LA VENTANA (y IV)



EL  ÚLTIMO  DÍA


Clara llegó a trabajar con unas grandes ojeras que no podía disimular más con su maquillaje, el motivo era que Ana no había podido (o querido) quedarse más noches con ella. Y entonces, todo volvió a comenzar de nuevo al poco de llegar sola al apartamento cada día. La sombra, la mujer, el sillón, la media sonrisa oculta en la oscuridad que la miraba… ¡y el teléfono! Pero la noche anterior había sido peor, casi no pudo pegar ojo, por fin se había decidido a hablar con aquél hombre misterioso y apenas durmió pensando cómo hacerlo y qué decirle.

Llevaba una semana así. Cuando supo que su amiga no iba a volver más, Clara había valorado la opción de llevarse a alguien cada noche a su casa, para no estar sola, pero dudaba que su cuerpo quisiera aguantar ese trajín, además que no le apetecía en absoluto flirtear. No le apetecía salir de cacería y con alguien de la oficina ni pensarlo, luego todo sería chascarrillos y su carrera se estaba encaminando muy bien como para introducir elementos de distracción. Las ojeras no debían ser problema, al contrario, aprovecharía para hacerlas valer como que a pesar de encontrarse estresada y pasar una noche horrible, era capaz de ir a trabajar y rendir como siempre.




Esa última noche, estuvo hablando por teléfono un rato con su madre, mientras se cenaba una ensalada que había comprado en el súper de la esquina, de esas que ya vienen preparadas y con los sobrecitos para aliñar. Sin embargo, a su madre le contó que estaba haciéndose una sopa como las que ella le hacía, incluido un huevo revuelto para que le diese consistencia. Cuando acabó la conversación colgó, estaba tan cansada que no se sentía capaz ni de terminar de comerse todo el bol. El teléfono volvió a sonar e instintivamente miró al piso de enfrente. Allí estaba la sombra, con el viejo aparato en la mano, sacado expresamente de un museo para darle este uso, el auricular sujeto con una mano contra su oreja y el resto sobre la otra mano, un cable trazaba una sombra que lo unía a la pared. Ella tenía un modelo más actual, de diseño, inalámbrico, con teclas y no con un marcador giratorio.

- ¡Dime! -repitió como cada vez, cansinamente. 

Sabía que era él, su respiración se lo confirmó. La mujer de la costura seguía en su lugar. Por primera vez sintió ganas de saber lo que hacía, aparentemente eran calcetines, tal vez los remendaba. También se fijó en la lámpara de pie, sin duda tuvo su momento de gloria, pero había pasado mucho tiempo desde entonces, ahora era una reliquia de pantalla redonda y mariposas trasparentes. El sillón, forrado en una horrible tela de cuadros, descolorido, entroncaba con épocas pretéritas. Por primera vez tomó conciencia de lo que estaba viendo, el holograma de una escena de tiempos pasados, que tal vez ocurrió allí en algún momento ¿estaba sufriendo una regresión? ¿atravesando una ventana en el tiempo para ir a parar a algún momento que ocurrió ahí mismo? ¿estaba invadiendo otra dimensión?

“¡Qué fantástica eres, Clara! Como cuando eras niña y te creías todas las historias que te contaban”. No había conocido apenas a su padre, pero a cambio su madre se esforzó por sustituirle y compensarla por su ausencia. También su abuelo lo hizo, con más éxito, porque inmediatamente se convirtió en la imagen paterna que necesitaba tener en su infantil vida. Ambos le contaban cuentos y fantasías, incluidas explicaciones livianas sobre la ausencia de su padre. Un accidente le decían, pero ella lo supo con el tiempo. En un pueblo todo se comenta, nada se olvida y antes o después, todo llega a los oídos que no deben.

- ¡Hija! -Clara se quedó de piedra. Una voz varonil a través del auricular, fuera de quien fuera, le había llamado “hija”. Cuántas veces había escuchado ese nombre sin que fuera acertado por parte de quien se lo decía, aceptándolo con la mayor credulidad, viniendo de quien venía, por amor, por amistad, por simpatía… o porque nunca se lo había escuchado a quien realmente se lo podía decir con razón suficiente, a quien a ella le hubiera gustado escuchárselo. “Hija”, sólo esa palabra y todo hubiera sido distinto.

A Clara se le heló la sangre. Y miró por el balcón con otra cara, con otras ganas, de otra forma. Si en ese momento le hubieran salido alas, se hubiese lanzado contra los cristales que la separaban del hombre sombra. No conocía esa voz, pero conocía el tono en el que había sido dicho, el mismo que usó el abuelo cuando se moría, el mismo que usó aquél otro hombre que un día, siendo ella pequeña, la saludó en el recreo del colegio, a través de la reja. Jamás volvió a verlo, pero la llamó hija con un “hija” igual que el que acababa de escuchar. Pero no, no era posible lo que estaba viviendo.

Clara abrió la ventana, Clara comenzó a gimotear sin poder hablar. “Hija” resonaba en su cerebro una y otra vez. Y entonces, por primera vez también, la mujer se volvió a mirar, tan solo habían pasado unos segundos, pero a ella le parecieron horas. La mujer se levantó diciendo algo que no escuchó, lanzó la costura contra el sillón, se puso en jarras y gritaba algo que no podía escuchar, ni siquiera lo recogía el teléfono, aunque hubiera sido en un susurro, nada. Debía ser importante y grave, pues su actitud no era de calma. La sombra pareció volverse, sin soltar el teléfono sin despegarse el auricular, como si esperara una respuesta, una contestación que Clara no podía articular.

Las lágrimas empezaron a asomar a sus ojos. El hombre hablaba, se dirigía a la mujer y, sin embargo, a ella no le llegaba nada. La mujer se acercó aún más al hombre, parecía gritar aún más fuerte. La sombra no. Por fin, la vieja se dirigió a la pared y su mano se acercó al interruptor. Fue un flas, fue una milésima de segundo, pero el fogonazo de las bombillas iluminaron la habitación al completo, antes de apagarse definitivamente y entonces Clara pudo… Clara lo adivinó… su cara, su bigote, sus manos, su calva… jamás había visto ni una sola foto, pero no le hizo falta, sabía quien era…

- ¡PAPÁ! -gritó por la ventana abierta, lo oyó todo el vecindario. El ruido fue seco, atronador y al tiempo, definitivo. Duró un segundo, apenas un segundo, pero fue suficiente para que todos los vecinos se asomaran y vieran la figura de “la nueva” sobre el paseo, entre los jardines, en el camino hacia la piscina, rodeada de un creciente charco de sangre. El conserje se asomó y rápidamente corrió a cubrirla con algo, unos cartones mismos, lo único que tenía a mano, para tapar el horror; para volverse a llamar a la policía, a una ambulancia…

Clara había volado en busca de su padre, pero sus alas aún no le habían crecido lo suficiente, por lo que le fue imposible cruzar el patio y Clara cayó, cual Ícaro, sobre las baldosas que aún no había estrenado.

Cuando Ana lo supo, se sintió culpable por haberla dejado sola. Explicó ante los jefes lo que la estaba pasando, ellos lamentaron no haberse enterado y así intentar ayudarla a cambiar de casa. Si, la habían visto desmejorar en las últimas semanas, declararon a la policía, pero suponían que el estrés de la campaña en la que se encontraban, como a casi todos les pasaba, la producía insomnio, pero confiaban en su persona y en el magnífico futuro que la esperaba.

Su madre ni pasó por el piso, ni fue por la ciudad, así que el casero tuvo que hacerse cargo de lo que había y aunque quiso devolver la fianza a la mujer, ésta no quiso saber nada de nada. Ni abrió la puerta cuando el hombre se desplazó hasta el pueblo para darle el pésame y devolverle el dinero en mano y dos maletas con los escasos enseres de Clara. No, se tuvo que volver a Madrid con las mismas. En el Juzgado, tampoco se las recogieron.

Un Juez ordenó investigar el piso de enfrente, en la segunda planta. No se pudo localizar a quien figuraba como dueña, nadie la conocía y no había más que esa dirección en los registros censales y del padrón. Así que mandó a un cerrajero, bajo custodia policial y de un representante judicial, para que abriera la puerta… Dos esqueletos descansaban su eternidad en el salón, cubiertos por el mismo polvo del tiempo que lo cubría todo, de sus posturas se podría deducir cualquier cosa o ninguna.

El conserje, que llevaba trabajando allí desde que se vendió el primer piso de la urbanización, sólo sabía decir que no recordaba haber visto a nadie en ese piso. Es verdad que el primer año, hace muchos ya, fue una locura de gente que entraba y salía de los edificios, le sonaba que alguien lo habitó, pero no sabría decir quienes eran ni cuando dejó de verlos. Luego se acostumbró a que ese piso estuviera siempre cerrado, que la publicidad se acumulara en el buzón, pero como había tantas ocupaciones, hasta el propio administrador le dijo que se olvidara. ¿La comunidad? Claro que se debía, pero si no aparecía el dueño o dueña por ningún lado ¿qué iban a hacer? ¿embargar el piso?

El Juez sentenció suicidio por un estado de ansiedad.

Poco a poco y tras el lógico revuelo, en la vecindad el suceso se fue olvidando. Aunque nadie se dio cuenta, un día aparecieron dos palomas en el jardín. Subieron hasta el balcón del antiguo piso de Clara y desde allí ambas volaron hasta el de enfrente en el segundo. Gorjeaban felices mientras repetían el trayecto en un sentido y otro, sin separarse. Jamás se marcharon de allí.


FIN

@  by Santiago Navas Fernández

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