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martes, 4 de febrero de 2020

LA VENTANA (I)



EL  ATICO


- ¿Te han puesto ya el teléfono?

- No, la verdad es que aún no lo he contratado -ambas compañeras siguieron tecleando en su ordenador sin mirarse. El día estaba claro, a pesar del frío. Por los enormes ventanales del décimo piso sólo se veía la autovía a sus pies y el parque que se abría al otro lado; más allá, los aviones despegaban y aterrizaban constantemente sin que el rugido de los motores les llegara gracias a los cristales tan gruesos, infranqueables, aislantes y que no se podían abrir, de los modernos edificios de oficinas.

Clara se había mudado de la habitación del hotel de 2 estrellas donde se había alojado desde que llegó del pueblo, tan solo hacía un mes, a un pequeño piso de alquiler que se le comía bastante más de la mitad del sueldo, pero al menos tenía la intimidad que en el hotel le faltaba. No era fácil encontrar piso en Madrid y más si se buscaba una zona con relativas características, para una chica joven, de prometedora carrera en una gran empresa del entorno financiero, sola sin familia y que no le implicase un desplazamiento diario demasiado largo, además que tuviera servicios básicos, pero sin aglomeraciones ¡ah, y unas buenas comunicaciones con el resto de la ciudad! Así que tuvo que elegir entre lo poco que había disponible.




- No, si el pisito está muy mono, pero es que el precio…

Clara compró lo justo, un colchón nuevo sobre un arcón nuevo, una mesa y cuatro sillas de oferta, un mueble de segunda mano, el armario era de kit y la mesilla se la regaló una compañera que iba a deshacerse de ella. Aún necesitaba un sofá, cama a poder ser, para cuando recibiera alguna visita, lo pondría en la pequeña habitación que simulaba ser un dormitorio para invitados. Tal vez su madre se animase así a venir por primera vez a Madrid.

- Qué buenas vistas, chica ¡al edificio de enfrente!

- No seas tan negativa, al menos tiene una piscina y un jardín, cosa que tu no tienes -la defendió su compañera y ya amiga, Ana, frente a la otra que se mofó de ella, también era compañero y amiga, pero no tanto.

Lo que más le gustó a Clara cuando fue a ver el dúplex, fue precisamente ese espacio interior entre los bloques. Y era verdad que su salón contaba con un ventanal de dos puertas que en realidad no era más que eso, pues carecía de balcón. Tenía una persiana, pero no cortinas, así que cuando se sentaba en su mesa, podía contemplar el jardín, la piscina y los pisos de enfrente, los de los lados… y ella también podía ser vista. Aparte de una mini cocina y un aseo, no contaba con nada más que unas escaleras que conducían al segundo piso. Allí tenía una habitación con un armario empotrado, que le robaba espacio al baño, donde por cuyo motivo sólo había cabido una ducha. Y como regalo, una especie de habitación que tanto podía ser un vestidor como un segundo dormitorio sin pretensiones, pues habría que optar entre cama o armario, ambos no cabían. De momento eso no le significaba un problema, la mensualidad sí, pero ya haría economías por otro lado como, por ejemplo, ir andando al trabajo, se lo tomaría como un poco de ejercicio de algo más de media hora de buena mañana.

Clara trabajaba desde las 9 hasta las 6 de la tarde, así que poco iba a estar en el piso, los viernes, si salía a las 5 o antes, como le venía ocurriendo, se iba al pueblo y no volvía hasta el domingo ya tarde.

Por la noche veía películas en el móvil o en la tableta. Pero a veces se distraía mirando por la ventana, jugando a adivinar qué hacían los vecinos de los pisos que estaban en su campo de visión, igual que en “La ventana indiscreta” hacía Jeff (James Stewart). Casi todos usaban cortinas o mosquiteras de media ventana al suelo, para guardar un poco su intimidad, pocos había que, como ella, no tenían absolutamente nada. Supuso que serían igualmente, habitantes de alquiler. 

Era inevitable, su mirada se cruzó con uno de esos vecinos, un hombre joven creyó reconocer, que la observaba a su vez. Al tercer día que esto ocurrió, notó un ligero movimiento de mano, como un tímido saludo, no supo reaccionar. ¿Qué podían hacer dos almas solitarias? ¿compartir sus ratos de ociosidad? ¿eso implicaría intentar quedar para conocerse? ¿y si cuando lo viera ante sí resulta que era demasiado joven, o demasiado mayor, o un pretencioso, o quizá sólo quería un rato de sexo? Pero le devolvió el saludo, tampoco se iba a convertir en una monja, siempre habría ocasión de conocerse casualmente o quizá no llegara a suceder.

En el segundo vio a una mujer que cosía junto a una lámpara de pie, en lo que sería el salón, en un sofá orejero. Un destello de luz le hizo suponer que tenía una televisión en funcionamiento, de vez en cuando la vista se elevaba de la costura y se concentraba en la posible tele. Era lo más lógico. Por detrás suyo apareció otra imagen, desdibujada por la penumbra que ocupaba todo el espacio al que no llegaba la luz de la lámpara, que era casi el resto. Se dirigió hacia ella, sin que la mujer hiciera movimiento alguno. Las manos de la sombra se posaron en el respaldo y su cabeza parecía concentrarse en el moño ante sus ojos, se agachó y aspiró el olor que desprendiera deleitándose como si se tratara de un guiso puesto en la cocina.

“Qué curioso” pensó. Las manos bajaron del respaldo a la altura de los hombros y se adelantaron hacia la mujer por debajo de la nuca, parecían querer juntarse sobre su carne blanca. Eran manos varoniles con los dedos abiertos. Por un momento Clara tuvo una sensación como de alarma, parecía que se acercaran tanto que se estrujaban contra el cuello de la mujer. Y de repente, la sombra se volvió hacia ella. No pudo distinguir si era un hombre, pero lo supuso, por algo indeterminado. 

Entonces la silueta recogió sus manos y caminó hacia la ventana, sin dejar de mirarla ¡a ella! Clara se asustó un poco. El hombre puso su cara y sus manos contra el cristal, aún así, no podía afirmar si llevaba bigote o no, si era calvo o tenía rastas, no lo distinguía y sin embargo… supo que era un hombre. Clara estaba realmente asustada, así que, instintivamente, apartó la mirada y se concentró en la tableta, pero de reojo comprobó que el hombre no cedía en su actitud, incluso creyó interpretar una sonrisa en su oscuro rostro, aunque era consciente de que era imposible afirmarlo ¡no lo distinguía!

Clara decidió cortar e irse a la cama, aún era pronto, pero era mejor desprenderse de esa sensación de agobio que la invadía. Se levantó, cerró la tableta y, ostensiblemente para que la viera su oscuro vecino, se dirigió a las escaleras y apagó la luz del salón. Subió a su cuarto, entró, encendió la luz, apagó la del pasillo, entró en el baño, dio al interruptor. “Todo esto debe estarlo viendo el fulanito de enfrente” se dijo a media voz, no pudo evitar la tentación y por la ventana de allí mismo, que era más pequeña y estaba inclinada como el propio tejado a dos aguas sobre el que se abría, miró.

Allí seguía el hombre. A la mujer no se la veía, pero el escenario era el mismo: la lámpara encendida, la televisión emitiendo destellos, las sombras… no, ahora eran menos, la figura ausente de la mujer permitía que alguna claridad llegara hasta la negra figura de la ventana y dejara adivinar algo. Un pantalón de aquellos de tergal que tanto gastaba su padre en sus escasos recuerdos de niña, un cinturón simple imitación a piel, una camisa blanca y unos tirantes… más que verlo lo intuyó por lo poco que percibía. Un antebrazo velludo, una oreja grande… 

Clara apagó la luz rápidamente, pero no dejó de mirar. Así podía ver sin ser vista. Y, sin embargo, el hombre no se retiraba. En silencio, como si pudiera verla, se cambió de ropa, se colocó el pijama y antes de asomar a su habitación, apagó la luz de ésta también. Entonces entró, el hombre ya no estaba al otro lado del cristal. Y la mujer volvía a ocupar su lugar en el sillón orejero.

Le costó dormirse, pero al fin lo consiguió. La inquietud no la abandonó ni aún en sus sueños. Y a la mañana siguiente, su aspecto delataba una noche inquieta. Cuando se marchó a trabajar no pudo evitar mirar al piso de enfrente. Todo estaba apagado y en silencio. La mujer descansaría a esas horas, aún, y el hombre… ¿y el hombre?


Continuará...


@ by Santiago Navas Fernández

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