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viernes, 15 de diciembre de 2023

NOCHE BUENA.


Cuando Melisa abrió los ojos se dilataron de satisfacción, todo estaba adornado de Navidad, fiesta que coincidía con su cumpleaños, pero esta vez era especial, entraba en lo que su mami denominó la preadolescencia. Los candelabros estaban iluminados, los de cinco y siete brazos sobre los aparadores del salón ante los espejos, para que su luz se distribuyera equitativamente; los de una o dos velas, a lo largo de la mesa, entre la sopera, los floreros, las viandas, las copas, los platos y las bandejas auxiliares. Del techo colgaban las lámparas encendidas al máximo de su potencia, entre guirnaldas de colores recios y otros adornos aquí y allá colocados por el indudable gusto de mamá y el despilfarro habitual de papá hacia “su princesa”.


Melisa presidía la mesa este año, enfrente la abuela Gertru, con su traje de un tono oscuro antracita, como correspondía a su estado de marquesa viuda, ingeniero jefe de las minas de carbón por las que el mismo Rey le otorgó el título. A la derecha sonriente como un niño estaba el tío Horacio, con su horrible corbatín verde de las grandes celebraciones, él se creía muy elegante, pero resultaba algo ridículo, aunque su inmensa bondad y cariño le otorgaban la confianza para ponerse tal adorno. A su lado Emilito, su único hermano, compañero de juegos y de ciertas inocentes confidencias, sonreía francamente con esa franqueza que otorga el inmenso cariño. Y a continuación la tía Angus, cuyas excesivas carnes sobresalían del vestido por los lugares más aireados, tan sonriente en su inocencia como su esposo, el tío Horacio, los tirabuzones victorianos del pelo infantilmente decorados con puntitos brillantes y lazos multicolores. 

Al otro lado de la mesa que presidía Melisa estaba su padre el primero, al lado de la “princesita”, digno, elegante, de canas generosas y muy cuidadas, barba fina y bigote trabajado, con esmoquin y pajarita, de sonrisa tranquila pero profunda. A continuación, estaba mamá, tan dichosa y resplandeciente como bella, su peinado perfecto, liso, acabado en bucles sencillamente rizados iba adornado para la ocasión, las joyas familiares que la abuela ya le había dado brillaban sobre la piel de su pecho, sobre las muñecas de sus brazos y entre los dedos de sus manos, un precioso vestido blanco hacía resaltar aún más sus ojos de color celeste. Acompañaba a su lado don Eusebio, el sacerdote familiar, invitado fijo de las grandes celebraciones, sonreía también, esta noche celebraría la Misa del Gallo en la pequeña capilla del Palacio, a la cual asistiría la familia y el servicio al completo.  

Melisa se sentía la niña más feliz del mundo aquella noche. 

Levantó sus ojitos emocionados para observar la iluminada y adornada sala. Al fondo esperaba Matías, el mayordomo, elegante y digno con su magnífico uniforme de gala, él había supervisado personalmente toda la vajilla, toda la decoración del salón y, sobre todo, el árbol navideño, bajo la dirección de mamá. En la esquina opuesta a Matías estaba María, la joven camarera, sonriente esperaba ansiosa la orden de comenzar a servir la cena, se permitió el atrevimiento de guiñarle un ojo, porque no pudo evitar esa sensación de complicidad que da el sentirse amiga. En la puerta del pasillo de servicio que llevaba a la cocina, prudentes y mirando con el rabillo del ojo aguardaban la cocinera señora Amalia, oronda esposa de Matías, con sus dos ayudantes: Fidelita, la hija de ambos, y Carmencita, la hija de los guardeses de la finca, que esa noche cenarían con el servicio en la cocina antes de asistir con el resto a la Misa. Era una noche feliz, completa y no sólo porque fuera Navidad. 

Melisa había preparado con mamá unos versos que iba a recitar como preparación para el acto religioso de esa noche y el de mañana: 

“Me llamo Melisa 
y os traigo una canción, 
mañana iré a misa 
y haré mi primera comunión” 

Rápidamente todos se lanzaron a aplaudir como locos, hasta el servicio, todo eran sonrisas, todo era alegría. Don Eusebio comentó que parecía dotada para la vida religiosa “tal vez tengamos una santa en ciernes”, comentó henchido; la madre lo miró y dijo por lo bajo “¡Dios no lo quiera!”. El padre volvió su mirada a su madre, la abuela Gertru, para comprobar que a ambos les nacían incipientes lágrimas de emoción. Emilito gritaba “¡olé, olé!” pletórico de pasión por su hermana mayor, dejándose llevar por el ambiente que entre el tío Horacio y la tía Angus creaban con su sobreactuación levantándose a aplaudir como si les fuera la vida en ello.  

Melisa los miraba uno a uno y se veía reflejada en el espejo del fondo del salón, mientras hacía suaves genuflexiones de rodillas y caderas saludando con humildad cual artista en el escenario. 

Y de repente todas las velas se apagaron, la luz desapareció. Melisa quedó en silencio, la sala quedó en silencio. Nada se movía, todo era negrura, parecía como si estuviera sola. Por su mente pasaban las imágenes de ese momento, de la cena a continuación, de la Misa del Gallo luego y de su Primera Comunión al día siguiente... Instintivamente se levantó y comenzó a repetir sus versos, como si fueran un mantra que despejara la oscuridad. Melisa se sentía una niña afortunada, segura y cada vez repetía más alto el pequeño poema aclamado por todos, que compuso con su mamá. 

Sobre sus hombros sintió unas manos frías que la empujaban a sentarse mientras le decía “Melisa, ya está, muy bien ¡siéntate por favor!”, pero ella no comprendía, así que se resistió, pero las manos le presionaban con mayor fuerza, notó su tacto que sin ser áspero no era el sedoso de las yemas de su madre o el arrugado de su abuela. “Vamos Melisa, sois muchas y tú siempre has sido buena, compórtate”. Entonces fue consciente de la algarabía que había a su alrededor, un griterío inconexo, risas y aplausos por igual, algún piropo, algún improperio... 

La luz chocó contra sus párpados cerrados. Abrió los ojos buscando la mirada cómplice de su abuela Gertru. Se encontró enfrente con la cara arrugada de una anciana desconocida, que no llevaba traje de gala color antracita sino una bata descolorida, ni tenía la medalla del marquesado al cuello ni se parecía a su abuela en nada. La mesa era tan larga como la de su casa, pero no tenía velas, ni sopera, ni viandas... la vajilla no era la de gala con ribetes de oro y las letras del marquesado grabada en los bordes, las copas no eran del fino cristal que se sostenía sobre pies dorados, sino vasos y platos de plástico. A su lado no estaba ninguno de sus familiares queridos que acaba de ver y para los que recitaba los versos preparados con mamá. 

Un señor gordo y babeante con un horrible jersey verde descolorido ocupaba el lugar del tío Horacio. Donde debía estar Emilito había un hombrecillo con cara de enfado. A su lado una mujer de mirada perdida comía dejando caer los restos en su espectacular pecho que le impedía con su volumen arrimarse a la mesa. Al otro lado en vez de sus padres y el sacerdote, estaban una pareja de ancianos decrépitos y tristes, él con la mirada ausente, mientras ella le ayudaba a tomar el escaso alimento que tenía en su plato, las manos atadas a los brazos de la silla. La vieja volvió hacia ella su mirada ajada, aun así, dibujó una sonrisa que acompañó con una ligera inclinación de cabeza. A continuación, se sentaba un señor vestido de marinero, de edad avanzada, que jugaba haciendo barcos de corteza y miga de pan que flotaban en su sopa, miraba a todos de soslayo, sonreía, hablaba sólo para él, se aplaudía o lanzaba sus barquitos empapados aquí o allá mientras unas mujeres intentaban poner cierto orden en aquella sala increíble y sórdida. 

Melisa miró la pared de enfrente, no tenía espejo ninguno, era una pared lisa, con cuadros de colores que representaban sabe Dios qué, pero ella pudo verse someramente reflejada en el metacrilato que cubría uno de ellos. Se dijo que aquel reflejo no era ella, esa señora mayor, mal vestida y hasta cierto punto ridícula con horribles adornos navideños, no era la niña que celebraba la preadolescencia aquella noche, que casi se podía considerar una mujer a partir de aquella Navidad. No, no lo era. Se volvió a mirar a la ¿camarera? que intentaba hacerla sentar. Observó que se trataba de una mujer fuerte, llevaba una bata ligeramente rosa, no el elegante y suave del vestido de su madre. Le recordó un tanto a la señora Amalia, la cocinera. 

Melisa fue incapaz de reaccionar, mansamente se sentó y comenzó a tomar su sopa mientras observaba el reflejo distorsionado de su imagen, la de una mujer que ella no conocía. Un barquito del marinerito le dio en la mejilla, pero no hizo nada, lo dejó escurrir hasta que le cayó en su propia sopa y sin darse cuenta, lo tomó en la cuchara y se lo comió. Entonces se acordó de los consejos de don Eusebio, el sacerdote familiar.  

“Pronto se volverán a apagar las luces y regresaré a casa, esto debe ser una prueba de Dios”, pensó. 


Para quienes no saben ya que es Navidad o qué es Navidad.


 @ 2023, by Santiago Navas Fernández

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