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domingo, 9 de octubre de 2022

SEYDOU

 


Bajo el olivo centenario de la aldea y al caer la tarde, como cada día, el anciano instruía a los niños mediante historias morales sacadas de los párrafos del Corán que acababa de leerles. Después, sin más luz que alumbrase que las estrellas del cielo, Seydou su nieto, hacía de bastón y lo conducía hasta la casa, cuidando que no se tropezara pues sus ojos ya apenas veían, deslumbrados durante tantos años de caminar esquivando la flama diurna del Sahara para ir a vender los productos de la tierra hasta la capital. Pero esa noche iba a ser diferente, el abuelo se detuvo y apretó el hombro del aún niño.


- Seydou, escúchame bien: algún día viajarás a tierras lejanas, lo presiento, será pronto pero yo no lo veré, nos dejarás para no volver nunca. -El anciano lo miraba con sus ojos casi ciegos dejando largos silencios entre cada frase- Conocerás al extranjero,  al de igual color de piel que la tuya, pero también al distinto, al blanco, ten siempre presente que aunque todos los hombres somos hijos de un solo Dios, cada cual adora al suyo, unos lo llaman Yahvé, otros Alá, otros Buda, otros Jesús, otros Dinero, Poder, Guerra, Muerte… los lejanos lugares son muy distintos de todo esto que conoces, es millones de veces la gran ciudad, te sentirás sólo, perdido, triste, despreciado… -El anciano sacó de su bolsillo una pequeña rama de olivo con dos hojas verdes.- Ten, llévalo siempre contigo, recuerda lo que dejas aquí y busca el árbol de la vida de tus abuelos cuando te encuentres triste. Entonces, cuando mires al cielo para rezar a Dios y veas la luna, salúdala, ella habita en todas partes y siempre es la misma, la que ven tus hermanos y tus padres desde la aldea, por muy lejos que estés; es el ojo de Dios que todo lo puede y si te concentras en ella, verás el rostro de la persona en la que estés pensando en ese momento -El niño se quedó mirando aquella circunferencia incandescente en la oscuridad de la noche que señalaba su abuelo con un dedo retorcido e hinchado; con sus oscuros ojos vio cómo la oscura piel de la arrugada faz del anciano brillaba al reflejo de la luna sobre el sudor acumulado en el día y su Fe en las palabras de su abuelo creció de forma infinita. Habían pasado los años y a miles de kilómetros de allí, Mediterráneo por medio, el niño ya era un hombre, vio la cara de su abuelo en la gran circunferencia que comenzaba a iluminar el cielo aquella noche mientras la vida se le escapaba por la boca, ardiente y seca tras el duro sol de todo el día.

Días después, el silencio inundaba las calles empedradas de aquella otra aldea de la sierra jienense, nadie había ido a trabajar en los olivares a pesar de que estaban en plena campaña, porque el pueblo entero acompañaba el féretro de Seydou. Lo cargaban en su hombro tres jóvenes muchachos de color, uno de ellos era Mbaye, su hermano de sangre, los otros dos eran otros jornaleros como ellos de diferentes nacionalidades, hermanos de Fe. Otros tres hombres blancos cargaban del otro lado: “el mantecas”, cuyas lágrimas no podían borrar el recuerdo de su mente, ahora se arrepentía aunque en realidad, se decía a sí mismo, jamás lo quiso mal; el alcalde del pueblo, que decretó tres días de luto, y el representante de la Cooperativa, que se había hecho cargo de los gastos del entierro. El cura caminaba tras la comitiva, como siempre, pero esta vez no iba vestido de sacerdote, ni llevaba misal, ni había monaguillos que portasen la cruz en alto, porque Seydou era musulmán, como tantos otros jornaleros llegados desde la lejana costa. Seydou iba a ser el primer enterramiento del pueblo fuera del CampoSanto. Todos callaban, algunos sollozaban y solo uno temblaba por dentro y la Guardia Civil lo sabía, lo seguía con disimulo y al acabar todo, se lo llevó discretamente.

El detenido no dijo nada, no se opuso, caminó en silencio entre los dos guardias que lo custodiaban y subió al “landrover” dócilmente, sabía dónde iba. Sentado en el asiento recordó aquella tarde que siendo tan niño jugaba con dos trozos de madera de olivo bajo la atenta mirada de sus padres, en la choza dónde vivían. Unas velas y el fuego de la lumbre iluminaban la habitación que era cocina y estancia para todo a la vez, una cama en una esquina hacía de asiento ocasional y cada noche se convertía en su lecho. Una cortina separaba al fondo la única habitación donde estaba el único armario y una cama algo más ancha, para el matrimonio. A través de las dos únicas ventanas llegaba el ruido del viento y de la lluvia, pero donde se sentían bien ambos elementos era a través de la única puerta que repiqueteaba contra las jambas. El candil que siempre alumbraba desde lo alto en el tejadillo de la entrada se había apagado ya dos veces por efecto de la tormenta y el padre desistió de salir a encenderlo de nuevo ¿quién lo iba a ver? Nadie lo iba a seguir en aquella noche, su función era que todo el mundo lo viera de lejos si entraba en la pequeña finca o para señalar el camino de vuelta cuando las faenas se alargaban más allá de la luz del día, pero ese día de tormenta nadie había en el olivar. Con su cara arrugada y su cuerpo cansado, el padre observaba al pequeño pero su mente se iba hasta los olivos heredados de su suegro; soñaba con tener una gran finca y un guardés que ocupara aquella vivienda mientras él y su familia se iban a vivir al pueblo. La madre, sabedora de estos pensamientos, miraba a ambos con orgullo y delectación, esta era la casa en la que había nacido y se había criado, un accidente desgraciado acabó con la vida de sus padres y ella decidió que lo mejor era casarse inmediatamente con su novio, compartirían sueños, sudores y alegrías, pero saldrían adelante como sus viejos hicieron. Desde entonces, solo dejaron de trabajar el día que nació el pequeño, que ahora era casi un hombrecito ¡ya sabía aliñar las olivas!

- Seydou ¿en qué piensas?

- En el abuelo, Mbaye. En las cosas que nos contaba, decía que la luna siempre es la misma en todas partes, pero yo creo que no, hermano. Allí la luna era blanca, aquí es roja, o así la veo yo esta noche -Mbaye lo miraba, llevaba días muy extraño, parecía cansado, inquieto.

- Anda vente a dormir, es muy tarde y mañana nos espera el patrón temprano.

El niño que aprendió a aliñar olivas desde pequeñito no quiso estudiar, sólo cuidar del olivar para cumplir el sueño de sus padres; así, día tras día y noche tras noche vio crecer la finca a base de regarla con su sudor. Le gustaba al acabar el trabajo, sentarse a la puerta y contemplar la luna ascendiendo por detrás de los olivos hasta superar el horizonte, coincidiendo sin saberlo con Seydou y Mbaye a miles de kilómetros de allí, que también la miraban tendidos sobre la arena, sin que ninguno de los tres fueran conscientes de ello. 

Los hermanos soñaban con ese lugar lejano donde contaban que el agua salía de tubos en la pared con solo tocar un botón, donde unas máquinas de frío mantenían la comida fresca durante días, donde unas ventanas cobraban vida y mostraban gente dentro, allí todo el mundo tenía un auto, casa, ropa… y así otras increíbles historias que les contaban los comerciantes que pasaban por allí en los ruidosos camiones con los que habían sustituido a los camellos. Un día aparecieron unos hombres blancos por la aldea, uno de ellos se puso en la cara un extraño aparato, sonó un clic y salió un papel de su interior, Seydou y Mbaye aparecían juntos en él como por arte de magia, en el poblado se formó una gran algarabía, todos querían su fotografía. Fue entonces cuando los hermanos decidieron que debían intentar llegar a la tierra de los blancos. Hablaron con su familia una noche, reunidos a la luz de la brillante luna, estaban cargados de ilusión, de sueños, de esperanza  “permaneciendo juntos, nada nos puede pasar”, dijeron. Así que partieron con una caravana hacia la gran ciudad donde iban los mayores a vender sus productos: pieles de cabra, aceitunas, etc. Allí se encontraron a Kuddu, el muchacho que años atrás huyó de la aldea en busca de fortuna ahora era un hombre adulto que conducía un vehículo de esos y trasladaba personas o mercancías, les contó que había llegado hasta la tierra de los hombres blancos, Europa, atravesando el mar, allí estuvo trabajando y ahorró dinero, regresó y ahora vivía en la gran ciudad “en Europa la gente come hasta saciarse, tienen casa, ropa, coche y una televisión…” les contó mientras se liaba un extraño cilindro que chupó aspirando el humo “¿queréis?, es de buena calidad. ¡Vamos, probad! Os gustará con el tiempo”, añadió. 

Pero la gran ciudad también les mostró la maldad de las personas. Según avanzaban conocieron hermanos que les engañaron y robaron lo poco de valor que llevaban, se sintieron estafados, despreciados... El brusco cambio les dejó atónitos pero no les hizo renunciar.

Noches después de abandonar la ciudad que tanto les defraudó y ya en Europa, Seydou dudaba de su sueño, pensaba que tal vez aún no habían llegado al paraíso de los hombres blancos del que hablaron Kuddu y los otros, se sentía agotado, harto de callar cuando le insultaban, cansado de esquivar los terrones de tierra que le arrojaban mientras le gritaban “vago” y se reían de él… “¿pero tu habías visto un olivo antes?”, decían. ¡Pues claro que sí lo había visto!, en su aldea tenían olivos desde hacía cientos de años, una leyenda que contaba el abuelo decía que unos hombres trajeron el islam y los olivos siglos atrás, cuando las caravanas de camellos atravesaban el territorio y paraban en su valle a descansar, se los cambiaron por piel curtida de cabra, con la que se hacían ropa y pellejos para contener agua. El abuelo del abuelo de su abuelo y más, cuidaron los olivos y los vieron crecer, los multiplicaron y renovaron, recolectaron sus frutos para comerlos una vez condimentados con hierbas del valle. Sus aceitunas servían de entretenimiento por la noche o como frugal ofrenda a los visitantes. El líquido verde extraído prensando las olivas, valía para tener luz y también para tomarlo revuelto con otros alimentos y darles sabor y textura. Los troncos viejos servían para hacer útiles y para hacer el fuego en torno al que se reunían las familias. Y de las hojas se alimentaban las cabras, se hacían amuletos… ¿qué más se le podía pedir a un árbol sagrado? Con el tiempo habían llegado a tener tantos olivos en la aldea, que los mayores vendían el exceso de sus frutos en el mercado de la gran ciudad “¿por qué nos marchamos? ¿para trabajar los olivos de otro y solo tener un poco de comida cada día?” se preguntaba Seydou.

A la mañana siguiente se levantó con los ojos rojos de ira y de no dormir, Mbaye dijo “ten cuidado, hermano, no estás bien”. ¿Dónde estaban esos coches, esas casas, eso que veían en la televisión? “¿de dónde sacó Kuddu las cosas que trajo de Europa, la ropa, el coche verde…?”, preguntó a Mbaye. Lo que habían conocido hasta el momento no cumplía sus expectativas, se sentían señalados al pasear por las calles cuyo olor a asfalto caliente les destrozaba la nariz, peor era aun cuando se detenían a mirar un vehículo, un escaparate, un parque donde jugaban los niños montándose en los columpios. Al principio no lo entendían y tuvieron que hacerse a la idea de que tendrían que pasar desapercibidos, vivir en algún lugar apartados con otros inmigrantes, unas veces en una casa abandonada, otras en una cueva, aprendieron que podían recibir ropa y comida en aquellos lugares donde vieran una cruz roja o una cruz cristiana, pero nada más… aprendieron que debían agradecer los detalles de alguna persona que ocasionalmente les daba algo sin decir nada más, aprendieron que allí también había gente buena, pero que los malos, siendo menos, se hacían notar más. ¿De qué les habían servido las horas de recorrer sin rumbo un desierto de arena primero y de agua después, cruzar el estrecho ocultándose en el silencio, sin encender el motor de la lancha, pagando un dinero que tuvieron que conseguir a base de trabajos inhumanos durante meses, navegando por la noche en dirección a unas lucecitas que debían ver siempre al frente para no perderse, para llegar a un lugar donde se supone que su vida iba a cambiar de forma radical?

- Cuando veas la luna, salúdala… -había dicho su abuelo. Y eso hacía Seydou cada noche tras rezar a los dioses de los ancianos y a Alá.

Ese día hacía calor, mucho calor en el olivar, la reseca arena caliza era como una brasa de encina ardiendo. Y “el jefe” estaba más enfadado que nunca, no sabían por qué. Comenzó la jornada y según avanzaba la mañana el calor subía y la sed apretaba, pero el descanso no llegaba. Seydou se encontraba mal, muy mal, se mareaba y varias veces tuvo que ser sostenido por Mbaye y otro compañero. No se atrevían a decir nada al “jefe” porque temían que lo echara, así que le limpiaban el sudor tan abundante que corría por la negra piel; era un agua líquida y fría, aquello no iba bien, pensó Mbaye. Cuando su hermano cayó redondo, llamaron al “jefe”, se enfadó mucho, “os he dicho mil veces que no quiero enfermos, que aquí no hay médico” y luego se volvió a sus acompañantes para cuchichear algo…

Seydou en el suelo lo oía todo como en un sueño del que no se podía despertar, incapaz de reaccionar oyó gritar “¡poneos a trabajar!¡aquí no ha pasado nada! ¿oís? Y el que se vaya de la lengua no va a tener España para correr ni África para ocultarse, os recuerdo que sois ilegales y os espera la cárcel, con solo chascar los dedos os busco la ruina”. Seydou sintió cómo unas manos lo levantaban y lo introducían en un vehículo, sintió los baches del camino, sintió la presencia de su abuelo ante él “¡ven Seydou!”.

Los periódicos dieron la noticia pocos días después: un joven africano, inmigrante ilegal, había aparecido muerto en la puerta del Hospital Comarcal, resultaba un hecho singular pues los médicos aseguraban que era imposible que hubiera llegado por sí mismo hasta allí. “El jefe” leía la noticia en alto, levantó la mirada cargada de rabia “¿qué has hecho, hijieputa?”. La Guardia Civil detuvo al “mantecas” tras observar las cámaras de seguridad del propio Hospital, en la filmación se le veía bajar el cuerpo inerte del muchacho del todo terreno y dejarlo cerca de la puerta de Urgencias, huyendo a continuación sin dar aviso ninguno, hasta que unos transeúntes repararon en él y recabaron la ayuda de los sanitarios que había en la puerta de dichas Urgencias. 

Mbaye, desde la ventanilla del avión vio la luna sonreír en el cielo y en su amplitud creyó ver la cara de Seydou que sonreía también a pesar de todo, como en los mejores tiempos en los que jugaban entre las cabras allá en la aldea, luego comían aceitunas y pan mientras escuchaban al abuelo contar cuentos morales en los que aprendían a respetar la vida de todos los seres vivos, a no codiciar lo ajeno, a rezar a los dioses antiguos y a Alá, a hacer ofrendas pidiendo favores o perdón, a bendecir los niños que nacían y a amar a la familia más que a sí mismos y a la mujer que cuidaba de su casa, pero sobre todo: a amar su tierra y los frutos que les ofrecía el árbol sagrado.

Mbaye recordó que la foto que les hicieron aquellos primeros hombres blancos que llegaron hasta su lejana aldea, se había quedado en la cabaña donde dormían y donde vivieron felices con su familia, pronto volvería a verlos a todos. También se acordó de los olivos centenarios de su aldea y se prometió que serían los únicos que volvería a trabajar en toda su vida. 

Entonces, las nubes ocultaron la luna y al fin pudo llorar.


Publicado en:  masquecuentos.es

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@ 2022 by Santiago Navas Fernández


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