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jueves, 3 de octubre de 2019

MARZO, MARTES, SEGUNDA SEMANA.


Lucía es esa mujer que todas y todos queremos ser: comprometida, valiente, luchadora, fuerte, ... pero  sobre todo, humana. Tiene sus necesidades, vive su vida a veces como puede, con sus sueños, sus ilusiones y también con sus decepciones, con su necesidad.

En CUANDO EL VIENTO DEJA DE SOPLAR, conocemos su historia, qué pensaba ella, qué pensaban sus amistades, qué pensaba su pareja, ... pero sobre todo, leemos su diario, compuesto a partir de una carta encontrada en la basura, casualmente. En una de esas anotaciones íntimas cuenta:



" ...
En el pasado mi imaginación y mis deseos siempre superaron la realidad, que se revelaba como una auténtica frustración. Llegué a pensar que jamás encontraría a nadie que me dedicara la atención que sentía que necesitaba; ese mismo miedo me provocaba no llegar a entregar todo lo que tenía dentro a la pareja que en ese momento estuviera compartiendo mi vida, de forma que la historia estaba avocada al fracaso. Pero no me sentía, en absoluto, culpable. No necesitaba recordar ninguna fantástica historia de cine cuando me daba en el amor, siempre sabía lo que quería entregar y, sobretodo, sabía escuchar, no solamente con los oídos sino también con la piel. Escuchaba atentamente, cualquier suspiro, cualquier gemido por callado que fuera, escuchaba el vello de la piel de mi pareja cuando se erizaba, sentía como se nublaban sus ojos, buscaba cualquier síntoma que delatara qué era lo que le causaba placer a la persona con la que compartía pasión y sudor. Pero en casi todas las ocasiones, los hechos revelaban que mi imaginación había sobrevalorado las expectativas y la realidad se manifestaba muy distinta: “eras mejor en mis pensamientos, eras mejor en mi mente”, me decía al final. A pesar de lo cual, siempre creí en el amor (y sigo creyendo en él) y así, cuando iniciaba una relación, siempre pensaba que no iba a estar a la altura de la persona elegida, que ni mis conocimientos ni mi experiencia iban a ser suficientes, que iba a defraudar a mi pareja. Tenía miedo de que mi físico no fuera lo suficientemente atractivo, o que mi cuerpo no cumpliera las expectativas de su deseo. A que mis caricias y mis besos no excitasen a esa persona, pues no me encontraba a mí misma lo suficientemente seductora. Sin embargo, siempre ocurría igual, y me sorprendía al comprobar ineludiblemente que quién no estaba a la altura era siempre él.
Cuando los ojos de alguien “distinto” se cruzaban con los míos y, por su peculiaridad,  agitaban un mar de fuego en mi corazón, quedaba atrapada en una espiral de vértigo que me conducía, a pesar de mis miedos, a iniciar una historia nueva cargada de esperanza y de futuro. Mi cuerpo y mi mente, al unísono, querían profundizar en esos ojos. Desde que recuperaba la consciencia cuando despertaba por la mañana, soñaba con ese hombre, lo imaginaba, lo pensaba, lo olía. Cuando llegaba hasta él, al atardecer o al anochecer, mi cuerpo clamaba por hacer realidad todo lo soñado durante el día; me moría por derribar la fortaleza que significa su figura plantada ante mí, por recorrer los oscuros pasillos y conquistar las ocultas habitaciones del castillo que, con ilusión y tiempo, había ido construyendo sobre ese hombre. Me dormía con el eco de su voz en mis oídos, imaginando las cosas que él me diría mientras hacíamos el amor; lo soñaba derramándose dentro de mi cuerpo y apoyando el suyo, exhausto de placer, sobre el mío, lamiendo el sudor que perlaba mis hombros, mi cuello, mis pechos. Pero cuando, por fin un día, llegaba hasta el castillo y derrumbaba la puerta, para conquistar su interior, descubría con desilusión que ni los pasillos ni las habitaciones existían o, aún peor, que estaban vacíos de los tesoros soñados. Descubría, que más que una fortaleza era una cueva, con más o menos encanto, pero no el castillo que había imaginado. Los ojos no tenían ya qué transmitirme, las manos no recorrían mi cuerpo para aprenderlo, los labios no se abrían para saborearme, de su boca no salían las palabras inventadas para encender otra vez mi pasión, el apoteósico final deseado se convertía en un gruñido que me dejaba con ganas no sabía si de llorar o de salir corriendo. 
Pero todas esas frustraciones y decepciones se han terminado. Por fin tengo al hombre que llevaba toda mi vida buscando. El que nada más abrir los ojos por la mañana me mira y me besa para darme los buenos días, el que se duerme pegadito a mi cadera, el que me busca para darme y no para pedirme. Ese que con sólo sonreír desata dentro de mí, el nudo que llevo en el estómago y lo sustituye por un inmenso deseo de abrazarle y besarle. 
¿O tal vez tampoco será esta vez?.”.

Para conocer más, en la pestaña de este blog "CUANDO EL VIENTO" te digo donde puedes adquirirlo en papel y e-book. 
@by Santiago Navas Fernández

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