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martes, 13 de septiembre de 2022

MEMORIAS DE UN BANCARIO I: El emigrante.

 



Antes de nada, aclaremos términos. Un bancario en este sentido que yo utilizo, identifica al empleado de Banca, en contraposición con el dueño, propietario o alto directivo que es el banquero; pero como la Banca ya no se ejerce a nombre propio sino a través de sociedades, generalmente cotizadas y cuya propiedad se divide en acciones, siendo muy estrictos se puede decir que un bancario es banquero en el momento que tiene acciones de su u otro Banco (lo de las Cajas era otra cosa hasta hace años). Así que yo fui bancario hasta que además me hice banquero con el tiempo.



Cuando accedí al trabajo en un Banco, existían entonces diferentes sociedades dedicadas a este fin: Bancos, Cajas, Cooperativas de Crédito, Financieras, etc. y dentro de los Bancos los había muy diversos, desde los que tienen sus oficinas y se ocupan del mercado minorista de ciudadanos y ciudadanas, hasta los exclusivos para grandes clientes, o clientes de altas rentas, o negocios, o inversiones, etc. Pero el giro que dio la Economía a estas Entidades, acabó con las Cajas y con su labor social, entonces dedicaban los beneficios a reinvertirlos apoyando proyectos culturales y sociales, cosa que los Bancos hacían pero estaban sujetos a impuestos mientras las Cajas no, o no de ese modo. En fin, que todo cambió mientras un servidor entraba en este multitudinario mundo de Entidades que daban trabajo a miles y miles de trabajadores, quizá fui de las últimas "camadas" antes de que comenzara la gran apoteosis de fusiones y absorciones, reducción del número de entidades, transformación de Cajas en Bancos, posteriores fusiones y desapariciones y, finalmente, recorte de empleados a nivel de cienmiles, nada menos.

Como tantos hijos de vecino, crié la esperanza de llegar a ser alguien y ascender, tenía la edad y la fuerza, me había costado muchas oposiciones muy diversas conseguir el puesto así que acepté entrar aunque no fuera en mi residencia, Madrid, y desplazarme. Los destinos posibles eran un pueblo no costero de Valencia, Algeciras, otro pueblo al norte de Palencia y uno en algún lugar de la provincia de Sevilla. Lógicamente acepté, por teléfono al empleado de personal que me lo comunicó le dije cuál era mi preferencia, pero como no era el primero de la lista de aprobados (saqué el número 9 que tampoco está mal), cuando llegué a la sede de "Personal" en la calle Infantas, habían volado el de Valencia y el de Palencia, asciéndalas que elegí el de Sevilla. En una semana debía incorporarme. Junto con el empleado buscamos en un mapa de carreteras (ni había google ni GPS) donde se encontraba "Villafranco del Guadalquivir", ese era el elegido, mi primer destino, al que le dediqué el siguiente relato pero aunque no lo parezca, le guardo un grato recuerdo por lo que vino después, no puedo evitar lógicamente que mi primer día resultara un encontronazo contra una pared de realidad:

EL EMIGRANTE

Cuando el tren se detuvo, bajé y me confundí entre el gentío. Habían sido siete largas horas de viaje en los que no había cruzado ni una sola palabra con mi compañero de asiento, a pesar de que él si me había preguntado que si podía tomar la revista que yo llevaba y que no había abierto en todo el camino. Un profundo nudo en la garganta me impidió apenas respirar. Atrás quedaban un montón de seres queridos que no vería en una temporada: familia, novia, amigos.

A esas horas, la ciudad estaba tranquila. Eran las seis de la tarde y el calor apretaba de lo lindo, por lo que no había ninguna razón que animase a los turistas o a los nativos a salir a la calle. Tomé un taxi y leí la dirección en un papel que traía junto al billete del tren: "Al final de República Argentina, por favor, donde está Mapfre". 

Pasamos por calles prácticamente desiertas en un corto recorrido hasta que el vehículo me dejó en la esquina de una plaza. Tomé mi maleta y las dos bolsas de viaje, una colgada y otra en mano y crucé los pasos de cebra. El autobús aún no había llegado. Me senté en la parada a esperar y a rumiar mi sed y mi calor mientras miraba el parque, que luego sabría que se llamaba de los Príncipes. Alguna pareja de la mano lo recorría y algún niño jugaba sobre el césped al balón, añorando unas vacaciones acabadas o no disfrutadas. "Qué ciudad más triste y solitaria es esta", pensé.

El autobús era una tartana de puro viejo. Tuve que sudar para poder introducir la maleta y las bolsas en los asientos que escogí, casi no había viajeros. En seguida salimos de la ciudad. Cruzamos por un puente el río y pude apreciar diversos pueblos cuyo nombre no conocía, ni me sonaban siquiera. San Juan de Aznalfarache (lo único que ví fue el barrio bajo y me parecieron los arrabales de una gran ciudad), Coria del Río y Puebla del Río. A continuación comenzó un inmenso paisaje, semillano, donde breves revueltas de carretera y algunas lomas secas del paisaje volvían la vista más amena. Algún eucalipto bordeaba el camino, tanto más pujantes se levantaban gigantescas chumberas, planta que nunca había visto.

Al llegar a una especie de rotonda pude ver unas señalizaciones que decían: "Aznalcázar", "Venta del Cruce", "Isla Mayor" y hacia atrás "La Puebla del Río", nombres y pueblos totalmente nuevos para mi. A la derecha quedaron unas construcciones de casas independientes, me pareció una urbanización ciertamente cuidada, pues se adivinaba el verde del suelo y árboles frondosos. Al frente se abría una inmensa llanura de un verdor incipiente y achicharrado. Me sentí desolado, pues nada hacía adivinar en el horizonte que hubiera vida humana, si no por la misma carretera y algunas casas a modo de finca de labor.

Mientras el autobús saltaba de bache en bache amenazando con deshacerse en cada uno, mientras el sol secaba mi angustia y mi garganta, el vehículo enfiló una recta que se perdía en la inmensidad más horizontal e incabable que yo había visto. El sol brillaba encrespado por una inagotable y achicharradora luz. Me pareció que el resto de viajeros afrontaban el camino con cierto aire de resignación, como asumiendo el justo castigo a la más grave pena. A un lado y a otro se extendía un verdor oscurecido que revelaba que ahí había algo de vida vegetal oculta. Como la carretera era tan estrecha, juntándome al cristal pude apreciar agua entre matas de hierba, sólo agua y matas de hierba, algo de tierra barrosa en un esquinazo y algún pequeño sendero entre medias. Sin duda eran fincas agrícolas y ese el tipo de producto que yo iba a conocer en su ciclo completo, el arroz.

Espaciadas entre el paisaje sobresalían manchas blancas que adiviné casas. Sólo de pensar que alguien pudiera estar allí, me hizo evocar los fuegos del infierno. "Desolador", pensé; sin embargo, yo me dirigía a un pueblo a trabajar, por tanto cabía la esperanza de que pronto apareciesen las formas paisajísticas que yo apreciaba: árboles, piedras, madera, tejas, casas, asfalto, parques, tiendas, etc. Pero a lo lejos, nada lo indicaba.

De repente el autobús aminoró la marcha y se inclinó, una curva de noventa grados se trazaba en medio de la inmensidad, sin explicación lógica. A la izquierda me pareció ver que quedaba el cauce del río, sería por eso, vetusto Betis. Enfilamos una nueva e inagotable recta, aunque esta vez creí ver al fondo una torre que se erguía desafiante sobre el deslumbrante horizonte. Por un momento me había sentido tentado de levantarme e ir hacia el conductor para preguntarle que adónde me llevaba, pero la esperanza de encontrar seres humanos y un paisaje más acorde al desarrollo de éstos, se apoderó de mi, por lógica si iba por un camino a algún sitio llegaríamos.

Pronto avistamos un núcleo de casas en mitad de la llanura, rodeado de verde y agua, como un pañuelo tirado en el suelo. Disonante espejismo que me movió el ánimo, por que levantarlo no podía nada más que la urgente vuelta al hogar. El autobús se detuvo en la misma carretera sin llegar a apartarse, un cartel indicaba "Alfonso XIII". Una mujer tomó sus bolsas y deslizó sus carnes fofas entre los asientos para bajarse. El conductor ni se inmutó ante la tremenda lentitud de su cliente, por lo que supuse que nuestro camino continuaba, ¡qué alivio!. Me habían dicho que era la última parada, aún cabía pensar en algo mejor, aunque dicho sea que este pobladillo no me parecía tan desagradable.

De casas bajas y pintadas de blanco (no encaladas), coronadas por azotea y alguna que otra teja, se reunían quizá cincuenta o sesenta en torno a lo que parecía una plaza, ninguna de más de dos alturas y aún así, sobraban los dedos de una mano para contar las que pasaban de tener planta baja únicamente. Junto a la carretera se levantaba un depósito de agua, como en un poblado del oeste. Árboles de poca planta se achicarraban en sus calles. Algunas personas de profundas arrugas en la cara, quemada en el trabajo y la edad, observaban desde la sombra sentados en un banco. No vi ni niños, ni jóvenes, ni hombres de mediana edad, ni mujeres. El pueblo fantasma aparecía de repente entre las matas verdes del arroz. Si hubiera aparecido alguien con careta y una sierra mecánica sangrando, no me hubiera sorprendido.

Reiniciamos el camino y en seguida se empezó a adivinar otro núcleo urbano, pero para mi desgracia, faltaban los montes, los árboles, las rocas. Le pregunté al conductor cuál era la mejor parada para el "Hostal La Isla", al notarme el acento de fuera se ve que se compadeció y se volvió más hablador. En la correspondiente me avisó y me indicó cuál era mi alojamiento futuro. 

Me armé de valor y al ver una cabina llamé a la familia para contarle que ya había llegado, bien, sano, pero encogido y sudoroso. En aquel corto espacio que cerraban los cristales, hacía un calor de muerte. Cuando el nudo de mi gargante me lo permitió, expliqué lo bien que me había ido el viaje y el "buen tiempo" que hacía, recibí los últimos consejos paternales que escuché más con el ansia de oir una voz querida que los propios consejos, más con el deseo de echar de mí la soledad fría que sentía sin importarme los chorreones de sudor, que de comunicar mis verdaderos deseos de abandonarlo todo y volverme. Colgué compungido a punto de "soltar el moco".

Instintivamente empecé a recordar las aventuras de esos héroes de novelas y películas, del oeste o no, que viajan solos y se hacen a todo. Me sentí el forastero bajo las atentas miradas de los pocos que a esas horas tomaban el falso fresco sentados a la puerta de las casas. Me dirigí al Hostal.

Cualquier título que el ramo de hostelería tenga en sus haberes es injusto para el local, por exagerado. Quizá fuera suficiente para otros, pero para quien llega con el alma destrozada por la distancia, tras más de nueve horas de viaje, habiendo dejado a todos sus seres queridos (y aún también a los solo conocidos), con un ambiente cultural y social tan distinto, ni mejor ni peor, desde la gran ciudad de Madrid al último pueblo de la ruta en medio de ardientes arrozales, es demasiado fuerte pedirle que reaccione con simpatía a lo que no puede ser real más que en los peores sueños.

Me recibieron dos mujeres y un hombre de edad, con mucha amabilidad, eso sí. Me condujeron por un pasillo y una estancia apenas iluminadas ("este es el comedor", me dijo él, pero no lo pude ver) hasta unas escaleras, en las que tropecé por la falta de luz. Arriba, comenzaba otro oscuro pasillo, en el que volví a tropezar, cargado como iba con mi maleta y mis bolsas, con una baldosa mal nivelada y chasqué al pisar dos o tres más, era muy estrecho y estaba rodeado de varias puertas cerradas. 

Una de las mujeres, con gran sentido maternal que profundamente agradecí, me abrió la puerta de mi destino final y una oleada de calor nos golpeó con furia. Recuerdo perfectamente este hecho pues al abrir las contraventanas, una nueva llamarada de calor hizo correr goterones de sudor por mi frente, su orientación era al sol de poniente, que en agosto es indomable en el sur, aumentado por la desagradable atmósfera que el cultivo del arroz crea en estas latitudes. Mis anfitrionas se retiraron indicándome que el baño estaba al otro lado del pasillo, pero que si me duchaba (¿dudaban que fuera a hacerlo tras un viaje tan largo?) tuviera cuidado con la “alcahofa”, por que se soltaba.

Cuando me quedé solo pude apreciar la habitación en toda su inhospitalaria presencia. Tres viejas camas individuales, de hierro azulado que fueron, la ocupaban casi en su totalidad, más parecidas a aquellos catres de la mili que yo recordaba. Un armario empotrado, cuyas puertas eran cortinas descoloridas, guardaba un cerro de mantas como esas que venden en el rastro que dicen que son del ejército, aunque seguro que estas habían hecho la campaña de Filipinas por lo menos. Otro armario guardaba más mantas aún, pero su cochambre hacía desistir de colocar ninguna ropa en él, inocentemente me pregunté que con ese calor ¿a qué carámbanos tanta manta?. Un pupitre de parvulario actuaba de mesilla. Una silla rota por el culo hacía las veces de auxiliar, aún no sé de qué. Y un palanganero con una jarra llena de agua calentorra, completaban el ajuar de la "suite". Por enjugar las lágrimas que incipientes asomaban, lo usé.

Desconsolado, sólo pude cerrar las contraventanas, mientras un solitario lagarto se asomó a saludarme posado sobre la pared, pero en seguida se retiró al interior del armario empotrado. Me eché en la cama más aparente, por intentar descansar algo mis penas. La espalda se hundió en el maltratado colchón acercando el somier tanto al suelo que creía que los pies me darían en la cara. En todo el tiempo no había sentido deseos de ir al baño, pero ahora casi huí. Por fin decidí ducharme, por quitarme el sudor, despejarme y encontrar algo de consuelo en el agua corriente y fresca. Efectivamente, la “alcachofa” no aguantaba en su sitio, de hecho me la encontré arrinconada en “la presunta” jabonera. Fue imposible todo intento de devolverla a su lugar de origen. Menos mal que mi madre me había puesto toallas, por que "el servicio de habitaciones" se había olvidado de suministrarlas.

Al regresar a la habitación, el habitante de las paredes salió de nuevo a saludarme, tímido se ocultó entre las mantas del armario empotrado de nuevo. Un tanto repuesto de mi congoja, deshice algo la maleta, extendiendo alguna ropa en las camas libres, el despertador en la mesilla y los pantalones doblados en el respaldo de la silla, que así recobró algo de dignidad por el uso. Me vestí y salí a pasear. Por el pasillo me crucé con una sombra voluminosa que gruñó ligeramente a modo de saludo. Me fui a conocer el pueblo.

El calor me seguía ganando la partida, aunque ya había disminuido notablemente. Comprobé el tiempo que se tardaba en llegar hasta el que sería mi lugar de trabajo. Tras refrescarme con algo en un bar, me senté a ver pasar los minutos en la parada del autobús, era el único banco que encontre en la larga calle. Esa tarde conocí al loco del pueblo, apenas entendí lo que me decía, pues chapurreaba un castellano demente mezclado con un valenciano casi olvidado. Me habló de Dios (y me acordé de mis amigos sacerdotes y de mis tiempos de feligrés activo) y de la maldad de las mujeres (y me acordé de las que yo había dejado atrás con nostalgia, en absoluto malas).

Cuando le pareció suficiente, cortó su perorata sin más ni más y siguió su camino. Por mi parte sólo pude sonreir, "ya he conocido al filósofo del pueblo", me dije. No tenía ni hambre, así es que decidí irme a dormir con el inicio del atardecer. Por suerte, el cansancio me derrotó antes de lo que pensaba y no utilicé, como tenía constumbre, la luz eléctrica para leer mientras me iba venciendo el sueño, pues en otro caso, hubiera conocido a los temidos mosquitos del lugar.

Me dormí con el alma del emigrante, añorando la familia, los amigos y la novia. Con la angustia de la soledad y las lágrimas contenidas. Y comencé a ser un pelín más adulto desde ese mismo día. Más independiente, como solitario en tierra ajena, con otras costumbres, modos y maneras, aunque lo mio era más sencillo, peor fue los que marcharon como emigrantes a países donde además el idioma era otro y distaban miles de kilómetros. Yo al menos, estaba “al lado” de casa y al final, esto sería “mi casa”, dejaría de ser un emigrante para ser un inmigrante.


(continuará)


@ 2022 by Santiago Navas Fernández

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