Cuenta nuestro investigador Anacleto Matero, de la Academia de la Historia Jamás Demostrada que hay una tierra en la Península Ibérica rodeada de altísimas montañas donde ni los godos, visigodos y ostrogodos que llegaron por allí, ni los romanos, hollaron jamás con sus embarradas sandalias. Testigo fue aquella inhóspita tierra en los tiempos anteriores incluso al hilo negro, de un hecho insólito e irrepetible que acabó en una celebración espectacular y cuyas consecuencias aún se sufren. De hecho, costó una dinastía entera de nobleza, reyes y reyas (perdón, reinas).
Cuenta el sabio investigador que aquel potente pueblo virgen de sangre extranjera, vivía entre dichas altísimas montañas, casi inexpugnables, al norte de la península con el gélido mar del norte a sus pies. Apenas labraba la tierra porque sandías, cebollas, uvas y demás piezas redondas, rodaban ladera abajo cuando estaban maduras, perdiéndose en los inmensos ríos y en el mar, a poco que se descuidaran. Así que se acostumbraron a los frutos secos, el escaso vino de alguna cepa enana y el pescado que podían pillar desde la orilla pues no se adentraban en el agua ya que habían llegado a la conclusión casi científica, de que haciéndolo, se mojaban. La carne la obtenían cazando algún jabalí que no corría lo suficiente. También en los inclinados huertos y con mucho ingenio obtenían algunas verduras de hoja y criaban vacas perfectamente adaptadas a las cuestas de las montañas: las había paticortas del lado derecho y paticortas del lado izquierdo, lo cual que unas miraban siempre al norte y otras siempre al sur.