AMANECÍA
Indalecio levantó la vista, un gato sentado sobre sus cuartos traseros observaba sus movimientos. Los huesos que acababa de descubrir le habían dejado helado, sin duda eran humanos. El capataz de la finca le había mandado mover los mojones por la noche tres metros más allá, así agrandaba los límites de la Huerta sobre el suelo público colindante. “Calla y hazlo, gañán, si no lo harán otros por ti…” Esa era la costumbre en aquellos tiempos, ir tomando trozos de la antigua dehesa, hoy en desuso porque ya no había ganado, o al menos no subía hasta allí, y el terreno había perdido todas sus encinas a base de cortar leña para calentar los hogares de la ciudad. Una mala disposición administrativa autorizó que cada cual entresacara lo que necesitase para abastecimiento propio, pero a una entresaca siguió otra y al final solo quedaron terrones, piedras y encinas sueltas que también acabaron en el fuego o como armazón de una chabola y ya no hubo nada más que sacar, así que ahora el erial era pasto de ampliaciones ilegales a favor de los propietarios de las huertas que lo rodeaban.
Años ha, un capitán carabinero concluyó que la desaparición de Sabino “el mielero” quedaba irresoluta. Ni cuerpo ni reo, sólo indicios de una pelea entre dos hombres que dijo un borracho que vio, durante una noche de farra nublado por el alcohol. Y como sin cuerpo no hay delito y a Sabino no le reclamó más que una alcarreña descalza en busca de los dineros, se dio carpetazo al asunto. Porque un puñal ensangrentado puede ser cualquier cosa, aunque nadie sepa decir de quién o de qué.
Así que Indalecio miró al gato, sus grandes ojos verdes le observaban y parecían preguntarle “¿pero tu sabes en la que te vas a meter como digas que has encontrado unos huesos?”. Y se lo imaginó, el capataz le echaría de la finca, perdería el trabajo y con ello, el único sustento de su familia y la chabola que a pulso se acababa de levantar en los Altos de Tetuán, donde su mujer trajinaba con los tres zagales. Ahora que estaban a punto de entrar en “la escuelita del Carmen” para hijos de trabajadores de la Huerta. No, no era por él ni por la Ambrosia, era por ellos, para que tuvieran un futuro que no fuera destripar terrones y mover mojones. A fin de cuentas, aunque aquellos restos fueran lo que quedaba de Sabino “el mielero”, el tiempo ya había borrado su recuerdo.
El Indalecio tomó una piedra y machacó el cráneo donde se conocía el agujero abierto por un puñal; luego hizo lo mismo con otros huesos y comenzó a diseminar los restos por todo el contorno, incluso mientras iba a la casa del guardés, o luego subiendo por la cuesta hacia la chabola que se acababa de levantar en los Altos de Tetuán, donde la Ambrosia trajinaría con los tres zagales… que se acababan de levantar.
Amanecía.
Este relato obtuvo el segundo premio en el certamen convocado por la Casa Vecinal de Tetuán y publicado en abril/mayo de 2021 en el blog:
cordelesdehesavilla.blogspot.com/2021/05/alberto-de-frutos-y-santiago-navas.htm
@ 2021 by Santiago Navas Fernández